domingo, 12 de abril de 2009

Capítulo 1: Iniciación.


El Período Sengoku es uno de los periodos más violentos de la historia, han transcendido ochenta años desde su fundación en el año 1467. Duras batallas recorrieron la nación por obtener el trono y ser el Shogún de Japón, las muchas discutas entre clanes siempre son las aperturas de arduas contiendas que perduran por varias semanas. Yo siempre he estado alejado de todo aquello, pues desde muy pequeño mi meta ha sido diferente a la de los demás niños de mi edad, anhelaba convertirme algún día en un señor feudal, como lo era mi padre. Sin embargo, el cruel destino me puso en otra senda, ni mis hermanos, ni mis padres, ni yo imaginaba que me convertiría en un servidor más del ejercito japonés… En un samurái.
Por la mañana de este caótico día me imaginaba lo habitual, servir en el campo para así obtener conocimientos sobre lo que me proyectaba ser. Los rayos del sol apenas llegaban por encima de los árboles continuos a mi morada, pajarillos volaban sin rumbo alguno alrededor del terreno familiar y una suave brisa anunciaba que sería un buen día. Cuando decidí por fin separar los parpados un olor se escabulló por debajo de mi nariz, olfateé y, en seguida, reconocí la merienda que siempre nos servían en las mañanas. Como siempre era el último en llegar, todos me observaron con una sonrisa frecuente señalando que de nuevo me desperté tarde.

-Buenos días, familia.- Dije con voz soñolienta.

Tomé asiento en mi puesto, al costado de mi madre y frente a mi hermano menor, tenía el tercer lugar en la familia por ser el primogénito. No mencionaré mi apellido al igual que mi nombre, pues eso es algo que pertenece al pasado y no deseo decepcionar a mis antecesores. Después de desayunar salimos al campo en orden aleatorio mientras reíamos con las mismas bromas de siempre, nunca hubo un recelo entre nosotros, pues el heredero de las tierras sería el mejor de los tres; sin lugar a dudas, yo esperaba ser aquel. Arábamos la tierra para poder crear grandes frutos que podrían venderse en el mercado, mi padre siempre nos dirigía cabalgando sobre un potro, él constantemente decía: para ser su heredero teníamos que demostrar ser un verdadero señor feudal, luego mostraba una cálida sonrisa y palpaba cada una de nuestras cabezas. Me llamó cuando iba trayendo unos costales desde el almacén, lo más probable tendría que ir al pueblo subsiguiente para traer semillas, por lo general se trataba de eso.

Así fue, en menos de diez minutos me puse una vestimenta para viajar, y tome el viejo morral colgando la correa sobre mi hombro. Apenas me despedí de mis hermanos, los cuales se reían porque a ellos nunca los enviaban, empecé a andar por el sendero que se abría al finalizar las tierras. Nunca me molestó visitar los pueblos, pues donde me dirigía la gente me conocía y me daban un buen trato por ser hijo de un señor feudal; debo confesar que era uno de los tantos motivos que me llevó a elegir ese sueño, el respeto de una comunidad. Otra razón de mi gusto por caminar en largos caminos, era ver la naturaleza en su máxima expresión: el viento refrescando mi rostro mientras jugueteaba con mis cabellos, los animales corrían por mi costado acompañándome en silencio o musitando su única palabra. De vez en cuando me detenía a descansar para comer un onigiri del montón que me daban, también me entretenía corriendo de los animales silvestres que repentinamente me atacaban por pasar cerca de su hábitat. Recordé haber traído mi instrumento musical, lo retiré de entre todas las cosas que tenía y me dispuse a seguir mientras una melodía era liberada de mi amada Koma-Bue (Flauta tradicional de Japón tallada a madera).

Luego de andar alrededor de una hora llegué al pueblo, los aldeanos me recibieron como de costumbre, uno que otros ofrecían algo de comer y otros simplemente saludaban alzando la mano. Directamente me acerqué a la tienda correspondiente, adquirí lo que debía comprar y salí de ahí. Me distraje un rato al jugar con unos muchachos en las puertas de la urbe. Pasado un cuarto de hora me percaté del retraso, -un futuro señor feudal no debía comportarse así- pensé, además en casa se enfadarían cuando llegase. Sabía que si iba corriendo me demoraría la mitad del tiempo, por lo que deje una cortina de polvo detrás de veloces pasos.

Cuando me encontraba en medio del camino, pude escuchar un sonido proveniente del horizonte, un pesado trote golpeaba el suelo repetidas veces. Una veloz tropa de jinetes cargando el estandarte de un clan conocido por la zona, los guerreros ondeaban sus armas por encima de las cabezas entonando un grito aterrador. Mis piernas empezaron a temblar por lo aterrado que estaba, nunca tuve tanto miedo en mi corta vida. Salté hacía unos montón de rocas donde me ocultaría hasta su llegada. –Que no me encuentren…- Rogué. La tierra tembló al pasar por mis espaldas, una expresión de pánico se reflejó en mi rostro, mis nervios estaban llegando al límite, el corazón latía con frenesí con cada trote de los caballos. Un largo suspiro se escapó de mis labios en cuanto divisé al último salvaje alejarse; sin embargo mi cuerpo entero aún tiritaba. –Ya pasó- Quise calmarme. Caminé mirando atrás cada momento del regreso, hubo un instante en que llegué a pensar quién sería la próxima victima de sus ataques, sin lugar a dudas sería el pueblo donde acababa de salir.

Llegué a mi hogar atemorizado aún por lo ocurrido, bajo uno de esos traumas que nunca pueden desaparecer o borrarse con facilidad. Mis pasos eran lentos y tímidos, mi mirada se dirigía al suelo, podía recordar cada rostro de aquellos villanos cabalgando por aquella tierra. De pronto, noté el silencio que brotaba en mi contorno, silencio nunca emitido durante el tiempo en que permanecí ahí. Corrí hacía la puerta principal. Mis oscuros orbes palpitaron, el habla se apagó por completo, un par de lágrimas brotaron deslizándose por mis mejillas. Los cuerpos de mis seres queridos tendidos en el suelo, manchados con su propia sangre –Papá… Mamá… Hermanos…- Al fin salieron algunas palabras. Me fue sencillo descubrir lo que había pasado, cuanto más revisaba las habitaciones de la casa pude darme cuenta de que los sujetos que evité asesinaron a mi familia, también se habían llevado el dinero recaudado en años de esfuerzo, por si fuera poco destruyeron hasta el último centímetro de las tierras.
El cuerpo se quedó inmóvil por varios minutos, mi ser sollozante aún creía lo sucedido, en cuestión de segundos se llevaron todo una vida, además de una familia. Levanté la mirada y encontré un objeto que me provocó una malvada sonrisa. Frente a mí se encontraba una reliquia familiar: la katana del bisabuelo, cuál él mismo forjó para proteger su legado; sí había sido para defender el honor de la familia… me vengaría usando aquella. No lo pensé ni dos veces, empuñé el arma observando la poderosa hoja de metal que manifestaba sobre ella mi compareciente rostro lleno de ira. Pegué un grito similar al que mis futuros rivales emitían al pasar cerca de mí y desaparecí del lugar hacia el pueblo donde había estado minutos atrás.

Corrí de nuevo por aquel sendero que unía la vieja hacienda con el pueblo atacado. Mi velocidad se incrementó a tal punto de poder llegar en poco tiempo, desde las lejanías llegaba a ver el humo emitido de las casas entre las llamas, algunos aldeanos lograron escapar de la masacre uniéndose en pequeñas caravanas. La fría mirada de mi rostro los espantaba también de mí, más aún sosteniendo firmemente la katana de la familia. Manchas de sangre inundaron el lugar, el hedor de la misma se podía sentir en el aire. Deambulé buscando a alguno de ellos, hasta tropezar con el primero –Niño… ¿Qué haces aquí? Ve a correr donde tu mamá.- Rió después de burlarse de una falsa inocencia. Mis ojos sostuvieron una maldad infinita, los instintos actuaron por encima de los sentimientos; entre la mofa del sucio sujeto, aproveché para atravesar su pecho con la alargada espada.

El líquido rojizo que salpicó desde la abertura y cayó sobre mi rostro cubriéndolo por completo. Saboreé el grito de dolor que emitía el moribundo guerrero, tres de sus camaradas presenciaron el vil ataque realizado. Se lanzaron en mi contra, los metales de las espadas chocaron repetidas veces, me defendí del primero por un buen tiempo; sin embargo, no pude darle algún corte placentero. El segundo jugó rudo al embestirme desde un costado mientras apenas sostenía el arma familiar, rodé por los suelos manchando mis ropas con la sangre derramada. De nuevo fui atacado por uno de ellos, me defendía sin apartar mi malvada mirada de los ojos, algunas chispas rebotaban sobre el lomo de las katanas. Para mi desgracia, uno más atravesó la pared de madera con su inmenso cuerpo, me pegó una patada lanzando mi cuerpo hasta la entrada de la aldea.

Ya se me hacía difícil ponerme de píe, no sólo por ser el tercer ataque, sino por lo agotador que fue todo el día; mi espíritu rogaba por más lucha, pero mi cuerpo exclamaba descanso. La pandilla de forajidos había terminado de saquear todo lo valioso, se llamaron entre ellos y decidieron ejecutarme por ser tan entrometido, además de asesinar al novato del grupo; se decía que si un cómplice moría, todos cargaban un feroz castigo. Entre los últimos que se reunían alcancé a contar catorce personas, ningún líder entre ellos, sólo una tropa de bandidos. Caí rendido a los pies de un árbol, ya no podía contraatacar teniendo tantos adversarios a la vez, aquellos ser acercaban con una maliciosa sonrisa. Cerré mis ojos deseando que sucediese rápido, el final de mi vida ya había llegado, no importaba morir… No tenía nada más que perder.

No obstante, una luz que dividió las nubes del ocaso llegó hasta mi presencia, podía sentir como algo especial acariciaba mi alma regalando energías. Una extraña luminaria empezó a ser proyectada de mi cuerpo formando un aura alrededor de mí. Los demás se quedaron boquiabiertos por el acontecimiento. Observé mi propia mano izquierda, claramente pude ver como el chacra renacía con fuerzas inigualables, nunca antes sentidas. Señalé hacia la multitud de bárbaros –Ustedes… Morirán aquí.- Vociferaron una vez más. Con ágiles movimientos trepe por cada uno de sus hombros llegando así al del fondo, lo derribé usando la suela de mis pies y clavé la poderosa espada japonesa sobre su piel. Sin querer parar, me traslade hasta los otros dos adversarios, y los decapite dando un par de giros sobre mi eje, sus cabezas rebotaron bruscamente mientras una lluvia de sangre caía en la arena. Así continúe con el siguiente cortando sus partes en pedazos más pequeños que anterior. Me sentía como una estrella fugaz pasando por su lado cortando cada fragmento de su cuerpo. Uno de ellos, el último que me quedaba por matar, estaba escapando sobre su caballo; por poco lo logra, sino hubiera sido por el lanzamiento de mi katana que atravesó su cabeza por completo partiéndola en dos. Así finalicé mi venganza.

El escenario de batalla estaba invadido de sangre y cuerpos inertes cubriendo cada calle del pueblo. Aunque había cumplido mi deseo, no me sentía conforme por lo realizado. En verdad, me sentía entristecido por no poder haber defendido a mi familia como defendí mi propia vida. Ese simple deseo me impulsó a recurrir un oficio que no deseaba ni mencionar en aquel momento, había escuchado de guerreros que usaban la espada tradicional para defender el honor de su clan. Decidí que dedicaría la vida entera para servir a un líder revolucionario, quizá también podría descifrar sobre lo sucedido, pues el nunca tomado un entrenamiento de cómo usar la katana; sin embargo, disfruté manipular una de esas.

Miré por última vez el pueblo que acostumbraba visitar, para luego echar a andar en dirección a la capital de la nación… Me dirigía a Kyoto.

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